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martes, 23 de agosto de 2011

Aristogamias

Aquella madre pertinaz había acabado con las expectativas de todos sus congéneres. Su avidez de fertilidad le había llevado a esclavizar al resto de la comunidad. Los hombres se organizaban para saciar su apetito según estrictos turnos y los que ya habían cumplido, si no habían perecido en el lance, esperaban  unas horas hasta que se los llevaba  la muerte. Las mujeres sufrían de esterilidad espontánea, a fin de poder criar la ingente prole de bebés que le nacían a la otra en cada alumbramiento.
Aquella madrastra también arrastraba su propia cruz: destinada a ovulaciones, coitos, fecundaciones y embarazos sin límites; su existencia estaba limitada a una habitación hexagonal, donde permanecía asistida por una recua de matronas que atendían sus partos y curaban  las llagas de tantos lustros de postración en la cama.
A pesar de los cuidados y atenciones a la eterna parturienta, no exhalaba sino amargura. Cerraba los ojos  la  para no ver nacer a sus hijos. Cuando intuía que se los llevaban,  les despedía con una mirada cargada de extrañeza.
 Tal vez nunca le pasó por la cabeza que si bien su sacrificio era extenuante, no lo era menos para el resto de la comunidad el mantener aquella caprichosa civilización que hizo aguas cuando Elena - la mayor de las  matronas-  harta de malas caras, secuestró al asistente Antonio para ella solita y se lo contó al resto.